Fernando Redondo, como todo lo extraordinario, desborda lo que creemos saber acerca de lo que significan las cosas que nos suceden. Por eso, es difícil escribir sobre él sin transformar las palabras en instrumentos de impostación, sin hacer de cuenta que referirse a lo conocido de modos superlativos configura sentimientos nuevos.
Redondo hizo su célebre taco contra el Manchester corriendo para adelante, sin darse vuelta. Le pegó con la parte de atrás del pie, como si el resto le pegara con el empeine por costumbre y usar el talón fuera una opción desestimada solo por convención. Hay algo en lo verdaderamente distinto que asociamos sin dudar con lo inherente. En estos casos, el esfuerzo y la constancia son instrumentos para refinar lo dado, una cualidad diferencial, insuflada.
Elegante. El adjetivo que se une a su mención como si fuera un segundo nombre, es una de esas cosas que creemos que llegan al mundo con las personas que las encarnan. Lo que para otro Fernando (Gago), fueron raptos de lucidez suficientes para otorgarle una relativa incuestionabilidad, en él eran una personalidad, un atributo natural. Por algo le decían El Príncipe, un ser respaldado por la gracia divina. Pero la elegancia de un príncipe es el entrenamiento en la diplomacia. La de Redondo, en cambio, era la constancia en el estoicismo, como cuando rechazó la convocatoria de Passarella al Mundial porque le exigía cortarse el pelo. O como soportar que Maradona nunca le perdonara que tampoco concurriera a jugar un amistoso con la Selección porque tenía que dar un examen de derecho. Su elegancia: poder romper con el deber cuando se transforma en obediencia, cuando requiere que uno mismo no sea la virtud que le fue dada. Al fin y al cabo, el acto más elegante de Zidane, el elegante por antonomasia, fue el cabezazo a Materazzi. Tal vez, pienso, la elegancia sea la ilusión de que hay quiénes tienen la capacidad de decidir dónde está la línea de la dignidad y no, como nos pasa a los ordinarios, la sensación que la van dibujando a nuestros pies a medida que nos movemos para que siempre quedemos del otro lado.
Aunque suficiente para deslumbrar, la elegancia no alcanza para resistir la tiranía del método archivístico de La Historia. Los sentimientos que suscita no son probatorios de valía para ser recordado. Dos Champions League con el Real Madrid no alcanzaron los estándares requeridos para la evocación colectiva continua. Después de casi un año de Qatar y dos de la final con los brazucas, tal vez sea momento de revisar la narrativa del derrotero, de la alegría como corolario de los cuántos años llorados por las finales perdidas. El alivio de la llegada de La Historia tal vez sea una posibilidad para otra memoria, para un recorrido que no sea de hitos sino de afectos. Con el objetivo cumplido ya no hay metas. Y eso facilita recordar sin argumentos. La diversión por la diversión misma.
Entre recuerdos, otro final llorado deja de ser un camino cronológico para volverse entidad repentina. Aparece él y aparezco yo también, en el sillón. La luz que entra por la claraboya, que ilumina el plato de facturas y se vuelve un permiso, por momentos rebota en la pantalla y la pelota se confunde con un reflejo. Cuando me pierdo, escucho el relato. Y a él. Papá me enseña de fútbol sin hablar de datos, sin expresar su amor por las estadísticas ni los porcentajes, sin alardear, como tanto le gusta, de su velocidad para los cálculos mentales. No me explica las reglas, le da unas palmadas al sillón para invitarme al lado suyo y me transmite las maravillas. Siento su piel cuando me pasa el brazo por arriba y el olor que nos quedó de la siesta. Apoyo la cabeza en su pecho y, como si hubiera algo que se pudiera transmitir con el mismo mecanismo que esta nariz ancha o nuestros ojos hundidos, entiendo que mirar la pelota tratando de juzgar este momento con los parámetros de éxito de La Historia para saber si merece la pena guardarlo en mi memoria, no tiene nada que ver con comprender lo que papá me está haciendo vivir: estar en el mundo mientras juega Redondo.