A pesar de no saber cuánto influyen en la decisión de voto, los debates televisivos en Argentina tienen efectos informativos significativos para la construcción democrática

En Argentina, los efectos sobre la decisión de voto de los debates televisivos están poco documentados por una obvia razón: fueron muy pocos y muy recientes. Investigar lleva tiempo y recursos. Las conclusiones sobre cuánto influyen estas instancias a la hora de decidir por quién votar son, de mínima, apresuradas. Cuatro escenarios electorales —uno de ellos aún en curso— simplemente no son suficientes para armar una serie histórica que indique tendencias robustas, más aún en un fenómeno tan complejo y contextual, con variables difícilmente aislables. Dicho esto, el consenso científico actual acerca del tema ronda en torno a esta máxima: en países de altos ingresos, los debates brindan información y marcan la agenda pero no tienen grandes efectos sobre la intención de voto. En países de medios y bajos ingresos, en cambio, la corrupción y los sesgos en los medios de comunicación y la poca identificación de los votantes con los partidos puede influir fuertemente sobre la decisión de a quién votar.

Por supuesto, a esta máxima se le pueden hacer numerosas objeciones: ¿no fue Fox News un actor principal en la campaña de Trump en Estados Unidos, un país de altos ingresos?¿Diríamos que en Argentina hay una baja identificación con el peronismo? Por ahora, mediciones hechas antes y después del debate presidencial anterior al ballotage de 2015 indican que en condiciones de identificación partidaria media-baja y fuerte polarización, existieron efectos inmediatos a la hora de elegir a quién votar.

Entonces, si de por sí es difícil saber cuánto influyen los debates en la intención de voto porque es imposible aislar la variable en una decisión tan multicausal y encima en nuestro país tenemos pocos datos ¿por qué quisiéramos tomarlos como objeto de análisis de nuestra tan agobiante contemporaneidad?

Hay una particularidad en la que considero que vale la pena centrarse: en Argentina los debates no surgieron del sistema político, sino que fueron una iniciativa de la sociedad civil. No estuvieron diseñados como una plataforma de campaña, sino como una instancia de construcción de la ciudadanía, un ámbito de comunicación directa en la que los candidatos no hablasen de lo que suponen que preocupa a las personas o de lo que los hace lucir mejor, sino de lo que efectivamente quieren saber. Y acá creo que es donde radica su mayor riqueza: la gente propone ejes temáticos, no pragmáticos. La dinámica expone qué creen los candidatos sobre cuestiones como “la seguridad” y qué enfoque tendrían de ser electos. No es una discusión de tipo a favor/en contra de la implementación de ciertas políticas públicas (si así fuera, por ejemplo, en vez de dar tiempo para hablar de seguridad, los candidatos debatirían sobre baja en la edad de imputabilidad por sí o por no, más al estilo de los clubes de debate de las secundarias en las películas yankis).

Los debates son una exigencia popular sobre el derecho a la información. Así, aunque su influencia sobre los resultados sea incierta, no hay dudas sobre su importancia en la construcción democrática. A los fines de este escrito, no importa cuánto mueven el amperímetro los debates, sino que su existencia implica que la sociedad argentina considera que lo que allí sucede facilita la igualdad de recursos para decidir a quién votar y mejora la calidad de la información disponible a tal fin. Aunque  no sabemos en qué medida decidimos con esta información, sí sabemos qué creemos que es importante saber para decidir.

Es en este sentido que podemos afirmar que los debates no se centran en la seducción del electorado con propuestas, ya que es imposible explicar cómo se implementarían en el poco tiempo que tienen los candidatos para exponerlas. En cambio, las medidas que cada uno tomaría de ganar las elecciones, son parte de posicionamientos ideológicos que se insertan dentro de un amplio esquema de principios y valores. Cuando vemos los debates, más que saber qué van a hacer, sabemos qué creencias y opiniones van a guiar sus decisiones y justificar lo que sea que hagan.

La libertad no alcanza

Para Slavoj Zizek, la ideología no es algo que existe en los productos culturales y se nos impone, sino algo que nosotros y los objetos culturales compartimos y que permite la transferencia de significados entre el objeto y su público. Así, la ideología no es una falsedad de la que nos convencen sino una verdad que aceptamos sin saberlo. Si situamos a los debates dentro de la consideración de objeto cultural, esto implica que, más allá de que compartamos o no los postulados de los candidatos o de que ellos los compartan entre sí, hay una ideología común, emanada de la contemporaneidad y el contexto, que crea una situación lo suficientemente compartida como para que todos —nosotros y ellos—  podamos interpretarlo que allí sucede desde un mismo marco. En nuestro tiempo, esta figura encarnada y forjadora de subjetividad se ha nombrado neoliberalismo.

La idea de pensar en este marco común no es generar una equivalencia moral entre candidatos, decir que da lo mismo quién gane porque lo mismo responden al modo de vida neoliberal. En cambio, identificar los modos en los que este hiperobjeto totalizante de la realidad se cuela en las expresiones de la democracia puede darnos claves para pensar en acciones políticas que no sean dependientes de los candidatos y nos devuelvan tanto autonomía como autoridad en un momento en el que nos sentimos absolutamente vulnerables y dependientes de los resultados de la elección. Hoy somos muchos los que decidimos nuestro voto porque tenemos claro qué no y a quienes esta situación no deja de mostrarnos que a la hora de decir sí coincidimos con muy pocos.  Por eso, partir desde la identificación de lo que posibilita que todos nos entendamos lo suficiente como para tener acuerdos y desacuerdos puede resultar útil para pensar qué es lo que queremos que cambie, ya no en las estructuras, sino en las herramientas interpretativas de su rol en la sociedad.

Una primera manifestación de la subjetividad neoliberal puede verse en la recurrente apelación a la flexibilidad de Milei y Massa. En el primer caso, fue literal. Durante el segundo debate, el candidato libertario acusó a Patricia Bullrich de “poco flexible” cuando ella citó sus declaraciones anteriores, como la adhesión a la libre portación de armas o la venta de órganos. Su réplica implicaba morigeración: respecto a la venta de armas, dijo que quería hacer cumplir la ley vigente; en relación a la venta de órganos, que en el sistema actual hay “algo que no funciona”. Durante las preguntas cruzadas, cuando Bullrich le señaló la contradicción entre hablar de casta y tener “a todos los chorros de Massa en las listas”, Milei contestó: ¿solo vos podés cambiar Patricia? En nuestro espacio todos son bienvenidos. Otra demostración de flexibilidad apareció en el último debate, cuando le dijo a Massa que su gestión de la seguridad en Tigre había sido buena y que no tenía problema en “reconocer las cosas que se hacen bien” (sic.). De esta forma, se mostró como una persona con capacidad reflexiva, cuyos cambios de opinión no responden a la presión de intereses externos o la priorización de la victoria sobre otras cosas, sino como poseedor de un carácter que pone en primer plano la búsqueda constante del mejor argumento posible y a tal fin es capaz de reconocer el bien en los enemigos o los errores propios.

Yendo a Massa, la aparición más recurrente de la figura de la flexibilidad está en la idea del gobierno de unidad nacional, para el que convocó abiertamente a “los mejores de cada espacio”. La flexibilidad que Milei situó en sus opiniones, Massa la colocó en su entorno. En su caso, no importa la adhesión ideológica, sino la competencia para la función pública (Milei, en cambio habló de incluir a todos quienes quieran abrazar la doctrina liberal). Si una persona es “la mejor”, no importa su trasfondo ideológico porque ser “el mejor” llevará a generar las políticas públicas capaces de obtener los mejores resultados. Massa se muestra lo suficientemente flexible como para que no le importen las expresiones ideológicas si los resultados del trabajo son los que considera óptimos. 

Además, durante el primer debate, el candidato de Unión por la Patria le agradeció a Myriam Bregman las leyes que votó con su bloque, afirmando que él vota según su criterio de lo que es bueno o malo y no por disciplina partidaria. En la misma oportunidad, le dijo a Patricia Bullrich que este gobierno no era su gobierno, mostrándose otra vez independiente de su partido. En el segundo debate, reafirmó esta posición cuando, ante la mención al escándalo de Insaurralde por parte de la candidata de Juntos por el Cambio, le dijo que él le había pedido la renuncia a diferencia de ella con Milman. De nuevo, un hombre que solo responde a sí mismo.

Con estas intervenciones, que si bien tienen contenidos e implicaciones concretas muy distintas,  tanto Massa como Milei se postulan a sí mismos como librepensadores no adoctrinados. De esta forma, se refuerza el dogma liberal Thatcheriano, en el que “no existe tal cosa como la sociedad, solo individuos particulares” mediante la presentación de la ideología como un engendro individual de combinaciones basadas en la preferencia personal. Lo mejor en este caso es ser único y original y no responder a más valores que los de uno. Podríamos llamar a esto ideología custom: un sistema de pensamiento en el que los candidatos encarnan la forma del algoritmo personalizado y en el que no hay adoctrinamiento pero sí mesianismo, porque la definición del voto es la definición sobre en qué persona que responde a su propio criterio se va a depositar la confianza. El debate como objeto cultural: una competencia de criterios. Sin dudas, esta es una acepción de la idea que hoy se encuentra en el centro de la disputa conceptual: la libertad. El presidente es libre de pensar lo que quiera y hacer lo que quiera. Ante el fin de los grandes relatos la política se vuelve una sumatoria de diagnósticos particulares sobre situaciones sin piso de acuerdo sobre qué es la realidad.

El humano – capital

En la teoría liberal, la precondición de igualdad para la competencia justa en el libre mercado se da mediante el desarrollo del capital humano. Este concepto refiere al conjunto de habilidades personales acumuladas y apreciadas en el mercado laboral cuyo centro neurálgico para su creación y producción es la educación. 

El primero en traer esta idea al debate fue Sergio Massa, que en el primer evento abrió el bloque temático de educación. Concretamente, dijo que la educación habilita el ascenso social por la creación de capital humano y que en su gobierno programación, robótica e inteligencia artificial serán materias obligatorias en las escuelas a fin de aumentar la inserción en el mercado laboral.

Milei, en el mismo bloque, sostuvo que la gran innovación de su gobierno será la creación de un Ministerio de Capital Humano con cuatro áreas:  niñez y familia, salud, educación e inserción en el mercado de trabajo. El capital humano según el libertario considera que la estructura familiar, la salud y la educación son medios para generar actores económicos óptimos. 

De esta forma, vemos que ambos candidatos creen que la educación es importante en tanto habilita las estructuras productivas y que debe estar orientada de forma casi exclusiva a formar individuos que tengan las habilidades que requieren los empleos mejor pagos. Así, el vínculo entre calidad de vida y disponibilidad de dinero, que podría pensarse como una relación coercitiva, se vuelve una equivalencia exhaustiva. Uno es el otro y no es nada más. El mercado demanda lo que demanda y la educación no es ni debe ser una condición de posibilidad para cuestionar esa demanda, para cambiarla o ni siquiera para dar herramientas que, sin desafiar el hecho de que una vida digna esté supeditada a las ganancias personales, nos provean algún alivio frente a la situación o fortalezcan las dimensiones de la identidad que no están ligadas a cómo, cuándo y a quién le vendemos nuestra fuerza de trabajo.

Por otro lado, es llamativo cómo, si la educación produce capital humano y esta es la condición del bienestar por antonomasia, la misma no se considera como una estructura productiva que se debe perfeccionar. Ninguno de los candidatos planteó mejorar la educación aumentando salarios docentes. De hecho, Sergio Massa habló de empeorar las condiciones de trabajo de este gremio creando un fondo de presentismo que funcione como desincentivo para el ejercicio del derecho a huelga. La caracterización de la educación en la lógica del capital humano es la de una estructura reproductiva que produce individuos productivos y cuyos objetivos y propósitos son dictados y definidos por la inmaterialidad del mercado.

En este orden de ideas, la clase obrera se presenta como un lugar del que hay que irse y, como tal, un espacio para el que no es deseable crear condiciones de comodidad sino de escape. La concepción del capital humano, que da las mismas herramientas a todas las personas para aplicar a los empleos mejor pagos en el mercado laboral tiene una contracara evidente: en una competencia justa no hay responsabilidad con los perdedores. Dado que se asume que si todos pudiéramos ser ingenieros robóticos nadie querría ser recolector de basura y el hecho indiscutible de que podemos vivir sin robots pero no en la mugre, no hay que ser muy perspicaz para saber que la supuesta igualdad en el punto de partida de la narrativa del capital humano no garantiza el crecimiento del empleo en los unicornios tecnológicos, sino de la oferta para cubrir esos puestos. En el mejor de los casos, tendremos una sociedad llena de empleadas domésticas que saben programar, con el agregado de que el Estado no deberá ocuparse de la desigualdad en sus condiciones de empleo respecto a las de quienes sí trabajan de programadores porque se considerará que se les dieron todos los recursos para trabajar de otra cosa. La precarización como elección por otros medios, o aunque sea despojada de su carácter injusto.

¿Y ahora qué pasa?

¿Qué hacemos entonces con el enano neoliberal que todos llevamos dentro, ese que hace que estas nos parezcan las opciones factibles, los modelos que mejor responden a la realidad? Bueno, si no nos parece mal que los criterios políticos sean dados por las preferencias de cada individuo en posición de gobierno, haciendo que la representación democrática sea la elección de personalidades y no de ideas, y que las habilidades e intereses que tenemos sean determinados por el acceso a herramientas elegidas y diseñadas exclusivamente para nuestra inserción en el mercado laboral, la respuesta es nada. Si, en cambio, queremos transformar nuestra subjetividad para poder generar corrientes de pensamiento que representen acuerdos comunitarios y que guíen las instancias de gobernanza, así como espacios de desarrollo social que no se reduzcan a formas de capacitación laboral, entonces la respuesta es no sé, pero tal vez los debates nos hayan dado una clave para pensar un punto de partida.

Un spot reciente de Sergio Massa nombra las atribuciones presidenciales —entre ellas, indultar penas y declarar la guerra o el estado de sitio— y termina con una invitación a pensar quién querés que las tenga. Una respuesta posible es nadie. Probablemente los niveles de malestar, nerviosismo, violencia y estrés ligados a la sensación de que se juega la totalidad de la institucionalidad del país en las elecciones presidenciales podrían aliviarse si la concentración de poder en esta figura fuera menor. 

Un gobierno de unidad nacional o de pluralidad ideológica solo tiene la capacidad de representar al pueblo si el mismo pueblo está unido. Quizás un primer paso sea hacernos la pregunta por si queremos una democracia tan presidencialista, que concentre en esta figura el poder de modificar a su gusto las instituciones y sus misiones. Para eso, primero debemos desarmar lo que compartimos con esas formas de poder, esas verdades que aceptamos sin saberlo, ya que el pueblo no puede reclamar lo que es suyo si se acepta semejante a quienes se lo quitan. Por ahí se pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo: partir del acuerdo de cambiar el sistema democrático por uno que disminuya las atribuciones del presidente y las delegue en otras estructuras y que el camino nos lleve a derrotar las creencias que nos trajeron hasta acá.